El sociólogo francés Edgar Morin ha
recapitulado en un libro algunos de sus
artículos escritos en la última década. Sorprende que mucho antes de llegar la
crisis actual, este intelectual clarividente ya alertaba de que la humanidad
corre el riesgo de hundirse por su incapacidad de tratar sus problemas vitales.
Cuando la sociedad se encuentra en esta situación “…o bien se desintegra, o
bien es capaz en su desintegración de metamorfosearse en un metasistema más
rico”[1]. El cambio climático, la
carrera armamentística (especialmente la nuclear)[2] y el desfase creciente
entre la tecnociencia y la ética[3] son tres grandes retos que
muchos auguran como presagios de catástrofes. El mensaje de Morin es claro: “Lo
improbable permanece como posible y la historia nos ha demostrado que lo
improbable podía reemplazar a lo probable” [4]. El convencimiento de que
no todo está perdido alienta la convicción de que es posible crear sociedades
alternativas al creciente hedonismo y consumismo occidental que parece
extenderse por todos los rincones de la Tierra.
El pesimismo sólo gana nuestro ánimo
cuando olvidamos la creatividad positiva que somos capaces
de generar. Algo inédito e irreversible está aconteciendo en diferentes puntos
del planeta y, de manera especial, en el continente americano. Aquellos temores
de vernos absorbidos por la fuerza de la potencia hegemónica se han
transformado en posibilidades reales de convivencia pacífica entre culturas
milenarias. La actual crisis mundial, a pesar de ser un flagelo para los más
humildes, ejerce un papel de fuego purificador que nos facilita escuchar, que
afina nuestra mirada y que permite ralentizar el ritmo alocado que se vive en
algunas partes del mundo. Sin embargo, una excesiva confianza sería pecar de
candidez. La realidad es que la concienciación avanza lentamente en comparación
al discurso persistente en la dirección contraria, es decir, el discurso del
crecimiento como solución.
El movimiento que defiende el
decrecimiento es uno de los más luminosos que se han puesto en marcha
últimamente y ha logrado, en poco tiempo, penetrar en distintos ámbitos de la
sociedad europea, si bien con incidencia desigual según los países. El eje fundamental del decrecimiento
es disminuir la producción económica y así lograr una nueva relación de
equilibrio entre el ser humano y la naturaleza, favorecer un mejor
entendimiento entre los seres humanos y propiciar un reparto equitativo de los
frutos de la Tierra[5].
El tiempo irá arrojando luz sobre el futuro deseado,
que ahora sólo entrevemos parcialmente. Es impensable llegar a buen
puerto sin cambiar de sistema económico. La economía debe limitarse a formar
parte de un subsistema de la biosfera, tal como advierte Vicente Verdú: “El
nuevo sistema que se deduzca de esta crisis vendrá a ser el resultado de un
quehacer conjunto donde, a la fuerza, la razón económica dejará de ser la
exclusiva matriz”[6].
Desde antiguo se han levantado voces
sobre la necesidad de cuidar la Tierra y las especies que la pueblan[7]. Fue a partir de la
segunda mitad del siglo pasado cuando en Occidente sonó la alarma ante las
formas de vida cada vez más depredadoras. A principios de los años setenta se
hizo popular el informe encargado por el Club de Roma[8] a varios especialistas,
los cuales denunciaron la extrema gravedad en que se encontraba el ecosistema:
“En un mundo finito no se puede crecer de manera infinita”. Sin embargo, el
sistema capitalista necesitaba promover el consumo para asegurar la producción
indispensable y así garantizar beneficios empresariales substanciosos. En los
años ochenta, con Margaret Thatcher de primera ministra del Reino Unido y
Ronald Reagan de presidente de los Estados Unidos de América, el liberalismo
económico extremo aceleró todavía más las formas de vida insostenibles. La
gravedad de la situación fue contestada por economistas, ecólogos, sociólogos,
etc. y por grupos de base.
En el año 2002, los movimientos críticos
con el sistema hegemónico occidental, herederos de las tendencias favorables a
repensar los valores sociales, la producción, el consumo, etc., se reunieron en
París, luego en Lyon, y se constituyeron en “objetores del crecimiento”. Sus
integrantes recogen y popularizan el decrecimiento, introducido como concepto
por Nicholas Georgescu-Roegen[9] en la década de los
setenta, precisamente un año antes que se diera a conocer el Informe
Meadows. Las aportaciones de
Georgescu-Roegen eran mucho más radicales y críticas que las de los economistas
convencionales. Propuso, entre otras medidas para paliar las desigualdades
económicas, permitir la libertad de circulación de personas sin restricciones y
también prohibir la fabricación de armamento. Es muy celebrada su ocurrencia
para salir del “círculo vicioso de la maquinilla de afeitar”, razonaba: “Queremos
afeitarnos más deprisa y así tener más tiempo para idear una máquina de afeitar
todavía más rápida, de modo que podamos gastar más tiempo en otra todavía más
rápida, y así en un interminable y vacío progreso”.
Nicholas Georgescu-Roegen, además de aportarnos ideas (que han resultado capitales para
comprender la crisis ecológica actual) sobre la integración en la economía de
las enseñanzas de la termodinámica y la biología, se preocupó de las cuestiones
éticas: “...los preceptos éticos, lejos de ser un producto endeble de las
emociones, son tan necesarios para el buen funcionamiento de las sociedades
humanas como una apropiada dotación de recursos naturales”. O bien: “El nombre
de nuestra especie es Homo sapiens
sapiens y podemos estar doblemente informados, pero no ser suficientemente
sabios. Nuestro destino depende mucho más de nuestra sabiduría que de nuestro
conocimiento”[10].
Actualmente, el decrecimiento está
presente en los medios de comunicación, se publican libros y revistas, el tema
ha penetrado en las universidades y se han creado grupos que cuidan de su
difusión. “Decrecimiento” es una palabra con vocación provocadora y deseo de
generar debate. Es un intento de
contrarrestar el esfuerzo del poder para impulsar nuevamente un crecimiento sin
fin. Los intereses codiciosos de los que han acumulado riquezas escandalosas
han logrado ejercer un verdadero dominio sobre nuestro pensamiento, hasta
colonizarlo con sus valores y lograr que creamos y actuemos como si no hubiera
vida más allá del capitalismo. Nos repiten, a través de la publicidad, que la
única felicidad posible es acumular dinero o poseer bienes materiales. El
decrecimiento cuestiona estas pretendidas certidumbres y aporta nuevos valores
sociales para vivir más con menos[11].
Las teorías del decrecimiento nacen
observando la realidad: el impacto sobre los ecosistemas debido al consumo de
recursos y la generación de residuos por parte de la humanidad superan en un
30% la capacidad de la Tierra. O lo que es lo mismo: el planeta tiene un área
productiva de 13.600 millones de hectáreas, que da un resultado de
2,1 ha por habitante. Debido
al despilfarro por parte del 20% de los 6.800 millones de seres humanos,
precisamos 17.500 ha, es decir, 2,7 por habitante[12]. El déficit aumenta por
cuatro causas básicas: por la insaciabilidad de los que ahora malgastan; por la
creciente demanda de los que pretenden entrar en el club de los ricos; por la
disminución de la biocapacidad de la Tierra -el déficit actual lo subsanamos
gastando parte del capital, con lo que cada año tenemos menos capital (menos
biocapacidad) y menos rédito-; finalmente, por el crecimiento exponencial de la
misma humanidad: en una década hemos aumentado 1.000 millones. Esta cifra era
el total de habitantes que poblaba la Tierra a principios del siglo XIX.
Claro está que estas cifras globales no
ofrecen toda la verdad. Las diferencias de comportamiento entre países son casi
increíbles. Los hay que están muy lejos de llegar a demandar
2,1 ha por persona. Por ejemplo: el Congo tiene una huella de
0,5 ha; Marruecos, de 1,1; Guatemala, de 1,5 y
Perú, de 1,6. Sin embargo, Brasil ya superó la barrera y ahora mismo tiene una
huella de 2,4 ha. EEUU está muy por encima: 9,4
ha[13]. Si partimos de la idea
de que el planeta es de todos, EEUU por ejemplo, debería pagar al Congo una
compensación porque su déficit ecológico es enorme y el Congo tiene superávit.
Una diferencia del orden de 1-19 entre los dos países ilustra perfectamente el
abismo entre los países deudores y los que disponen de crédito ecológico. El cambio
climático, la desaparición de especies, la contaminación de los mares, etc., no
conocen fronteras. Todos salimos perjudicados, particularmente los más débiles,
aunque unos pocos son los teóricamente beneficiarios a corto plazo. Comprometer
la viabilidad de la vida, el futuro humano y el de otros seres vivos constituye
un robo a gran escala.
Ante tal cuadro de cifras se comprende
fácilmente que la palabra “decrecimiento” cobre su verdadero significado en
aquellos países que sobrepasan los límites de consumo que ofrece el planeta. A
menudo, los contrastes internos nacionales reproducen los mismos abismos que
hemos visto entre los países. Seguro que en el Congo hay personas que superan
el 9,4 de la media de EEUU y que en este país hay personas que no llegan a
producir una huella del 0,5, la media del Congo. Los obligados ajustes de
comportamiento en el consumo y en la producción han de afectar a las capas más
dilapidadoras de cualquier país.
Algunas personas se muestran
especialmente pesimistas ante el estado actual del mundo y su futuro. ¿Cómo
creer que alguien acostumbrado a un determinado ritmo de vida pueda contentarse
con otras formas que le rebajen 4 ó 5 veces su capacidad adquisitiva actual?
¿Cómo evitar que la populosa China o la India deseen copiar el itinerario
desarrollado por los países occidentales? Nadie dice que sea fácil, ni que
vayamos a tener éxito en el intento, pero no queda otro remedio que trabajar en
la buena dirección. Al igual que quien va en bicicleta no puede permanecer
parado más allá de unos pocos segundos sin perder el equilibrio, el capitalismo
precisa de la alocada carrera del derroche para subsistir. Necesitamos
imaginación para inventar otros sistemas económicos y organizativos que escapen
del productivismo actual. De la misma manera que en su momento se superaron
sistemas que parecían intocables como el esclavismo, el feudalismo y el
mercantilismo, también ahora sabremos dar un paso en el buen camino[14].
El decrecimiento no es una ideología
cerrada ni tiene un proyecto definido o una hoja de ruta marcada. En principio,
esta circunstancia puede parecer un inconveniente porque, siendo gregarios, nos
gusta tener un liderazgo claro que nos ahorre el esfuerzo de participar, de
proponer y de crear. Sin embargo, los sistemas históricos que se iniciaron
practicando el culto a la personalidad de determinados líderes provocan el
efecto suflé: se desarrollan rápidamente, pero más pronto que tarde se
desvanecen y quedan reducidos a la nada. No hay consolidación posible si no hay
una base participativa.
Lo que une a las diversas sensibilidades
de los “objetores del crecimiento” es la voluntad de ir modificando el actual
sistema hasta fortalecer una alternativa al capitalismo. Por ejemplo,
considerar la importancia de la producción, pues sin cambiarla no lograremos
reducir el consumo con éxito. Disminuir el trabajo significa repartirlo para no
consolidar la sociedad dual a la que parece que estamos abocados. No es nada
atractivo que un 50% de la población activa esté trabajando de manera estable y
el otro 50% esté en el paro o en trabajos precarios toda la vida. Trabajar
menos permite repartir y asegurar empleos para todos y todas. Trabajar menos
para vivir más intensamente los valores familiares, creativos, lúdicos y
espirituales requiere una preparación y un período de transición sin
brusquedades[15].
Otra medida que mantiene la filosofía
decrecentista es la de promocionar el transporte público, especialmente el
ferrocarril. Esta opción supone prescindir considerablemente de los transportes
en vehículos privados con el consiguiente ahorro de gasto energético y poner
fin a la incesante construcción de nuevas vías de circulación y contribuir a
frenar el CO2. Reducir el transporte de mercancías a lo estrictamente necesario
favorecerá la relocalización. Poner punto final a las megacadenas y a las
multinacionales[16],
acabando con el absurdo de que el 13% de los productos transportados por vía
aérea esté relacionado con la alimentación. Son medidas viables: la dificultad
no es técnica, sino más bien debida a los grandes intereses que hay en juego.
Necesitamos programas políticos que
favorezcan a las pequeñas explotaciones agrarias para acercar nuevamente los
productos al consumidor. En Guatemala, un 2,5% de los propietarios acaparan el
65,1% de la tierra. En Colombia el 0,33% de los propietarios pasaron
de poseer el 32% de la tierra en 1984 al 48% en el
2000. En Namibia, unos 4.000 blancos (menos del 1% de la población) poseen el
44% de la tierra. En Brasil, un 3% de la población posee dos tercios de la
tierra[17]. Con la relocalización de
la producción agraria se garantiza la calidad con productos frescos y se
abaratan los precios, en contra de la opinión popular, al prescindir de los
gastos de autopistas, aeropuertos, almacenes, redes diversas de comunicación y
las consecuencias energéticas y medioambientales. Son gastos que no pagamos
directamente cuando compramos los productos lejanos, pero que sí los sufragamos
indirectamente con los impuestos. Recaen sobre todo tipo de bolsillos, de
manera indiscriminada, mientras los beneficios se reparten entre los pocos
titulares de las multinacionales agrarias y de los grandes consejos de
administración. Es una verdadera desmesura que algunas multinacionales facturen
más que el Producto Interior Bruto de países enteros. Que estas empresas sean
más potentes que los gobiernos ya nos da alguna pista del porqué de algunas
situaciones incomprensibles a las que hemos llegado.
Una vía por explorar, con posibilidades
de futuro, es la de las formas de producción cooperativistas. A menudo, las
personas que han optado por esta meritoria manera de organizar el trabajo no
han recibido las ayudas ni la formación requeridas para consolidar este tipo de
empresas. En todo caso, las pequeñas y medianas empresas con más participación de
los trabajadores, parece que pueden ser más compatibles con la Vida Buena
deseada para todos, que con los anónimos monstruos de producción a escala
mundial.
Otra parcela de la economía que requiere
un buen golpe de timón es el de la energía. Los seres vivos que pueblan el
planeta se sirven de energía solar: todos, excepto los humanos, que usamos y
abusamos de energías fósiles. Si pensamos que entre el año 1960 y el 2000 hemos
consumido la misma energía que en el resto de la historia de la humanidad, sobran
palabras para descubrir hacia dónde vamos. Tenemos oportunidad de aprender
mucho de la naturaleza. El perfecto equilibrio entre los ecosistemas nos brinda
pautas de comportamiento razonables. La «biomímesis» es la ciencia que
desarrolla aportaciones novedosas después de tener en cuenta el funcionamiento
de los organismos y también de los ecosistemas. Se está evolucionando mucho en
esta línea de investigación que puede ofrecernos buenas soluciones a no tardar.
Jorge Riechmann pone algunos ejemplos: “Janine Benyus ha señalado que las
arañas producen seda, que es tan fuerte como el kevlar (¡fibra sintética
empleada en la fabricación de chalecos antibala!). El abalón u oreja marina (un
gastrópodo marino) fabrica una concha interior dos veces más resistente que las
cerámicas humanas, y las diatomeas convierten el agua del mar en vidrio
-ninguna necesita hornos-. Los árboles convierten la luz del sol y el suelo en
celulosa, un azúcar más rígido y fuerte que el nilón pero mucho menos
denso”[18].
Adela Cortina acierta al decir: “Desde
que en los años veinte del pasado siglo irrumpiera la producción en masa en el
mercado, la capacidad de consumir fue ganando terreno a las demás capacidades
humanas, primero medalla de cobre, después de plata, hasta ocupar el primer puesto
en el podium de las capacidades más valoradas en esta nuestra era que ha dado
en llamarse con acierto ’era de la información’, y que podría llamarse ‘era del
consumo’ con igual o mayor tino”[19]. Que la economía de
mercado pase a mejor vida no significa que desaparezca el mercado. Siempre ha existido mercado, el intercambio de
productos. Lo que no es razonable es que todo, absolutamente todo, quede
mercantilizado. El mercado tiene la función del intercambio; pero cuando la
sociedad “con” mercado se convierte en sociedad “de” mercado, es cuando nace la
especulación. El mercado se convierte entonces en fuente de enriquecimiento
rápido, a costa de avivar la sed de consumo de las capas de población más
vulnerables. Las campañas publicitarias diseñadas con sofisticadas técnicas de
manipulación hacen verdaderos estragos[20].
No todo está perdido y todo está por
hacer. La crisis puede ser una oportunidad. En la Grecia clásica krinein (crisis) significaba decidir,
oportunidad, vacilar, etc. Hay visiones esperanzadas que apuntan un mundo
absolutamente insólito[21]. Sólo con una
movilización general y entusiasta conseguiremos la llegada a puestos de
responsabilidad política de mujeres y hombres dispuestos a ofrecer lo mejor de
sí mismos por las causas pendientes de los pueblos, poniéndose al lado de los
que sufren y caminando junto a los más débiles y olvidados. Es imprescindible
que los políticos y los pueblos marchen unidos para poner fin a la perpetuación
del poder en manos de canallas, que se sirven de la política para sus fines
privados, utilizando medios fraudulentos y métodos subrepticios.
A pesar de todos los bienes materiales a
su alcance, en Occidente la gente está deprimida y triste. El teólogo José I.
González Faus lo plantea muy bien: “Cuando estoy de humor, resumo mi vida en
esta frase: hubiese querido dedicarme a liberar a los oprimidos, y el Señor me
ha limitado a consolar a los deprimidos. Con la seguridad de que la depresión,
como la gran enfermedad cultural de nuestro Primer Mundo, que va tomando dimensiones
literalmente epidémicas, tiene mucho que ver con la opresión como pecado
estructural del mundo rico”. La filosofía del decrecimiento desmitifica el
mercado como proveedor de felicidad, y desenmascara la inutilidad del Producto
Interior Bruto como índice fiable para medir el grado de satisfacción de un
determinado colectivo humano.
En realidad, nada nuevo bajo el sol,
porque estos sencillos y elementales principios son los que desde antiguo
vienen repitiendo los sabios. Confucio lo comunicaba diciendo: “Sólo puede ser
siempre feliz aquel que sepa ser feliz con todo”; Horacio, por su parte, lo
resumía así: “Se vive bien con poco”, y Lucio Apuleyo: “Para vivir, como para
nadar, cuanto más descargado, mejor”. Asimismo, gracias a su sabiduría, los pueblos
originarios, indígenas y tribales, después de 500 años de resistencia, han
conseguido conservar sus valores. Debemos prestar atención, porque estos
valores tienen muchos rasgos en común con los que en Occidente defiende el
decrecimiento económico.
Por otra parte, los sistemas filosóficos
y las religiones han mantenido también el sabio criterio de que con la
sencillez es mucho más fácil encontrar lo esencial. Este lema es un eje
fundamental en las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Cuando dice que no tiene
dónde reclinar la cabeza (Mt 8, 20), es lo mismo que decirnos que vive como un
marginado o un desinstalado, es decir, sin apego a nada. Cuando da instrucción
a los apóstoles, les dice: “No traten de llevar oro, ni plata, ni monedas de
cobre, ni provisiones para el viaje. No tomen más ropa de la que llevan puesta;
ni bastón ni sandalias” (Mt 10, 9-10). Constituye una clara alusión al
desprendimiento necesario para hacer posible la experiencia de Dios. Es esta
anticipación de plenitud lo que nos hace superar nuestra cobardía para
comprometernos en favor de los olvidados.
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Esta misma idea la encontramos en el
pasaje en el que un joven pregunta lo que debe hacer para conseguir la vida
eterna. Jesús, al ver que era un estricto cumplidor de los mandamientos, lo mira
con amor y le dice: “Sólo te falta una cosa: anda, vende todo lo que tienes,
dalo a los pobres, y así tendrás un tesoro en el cielo; después, ven y sígueme”
(Mc 10, 17-27). Estas claras alusiones a la preferencia de ir ligero de cargas
no son para favorecer situaciones penitenciales ni masoquistas; es la necesidad
de estar libre de todo aquello que nos distrae de dirigir nuestros esfuerzos
hacia el núcleo de la vida: construir un mundo nuevo y hacerlo con toda
libertad, para que todas y todos podamos gozar de la Vida Buena.
El pluralismo religioso nos demuestra
que hay terrenos comunes. Por ejemplo, en todas las religiones encontramos la
exhortación a tratar a los demás como a nosotros mismos: es la «regla de oro».
Otro de los puntos en el que hay similitudes, es el de la necesidad de
sencillez para alcanzar la apertura interior y descubrir momentos de
trascendencia. Sin ánimo de ser exhaustivo, valgan estos ejemplos: en el
hinduismo, en el Bhagavad Gita 3,19, se lee: “La persona que se mantiene igual
en la censura que en la alabanza, silenciosa, satisfecha de todo, sin hogar,
llena de firme resolución, es querida por Mí”.
La tradición budista tiene un pequeño
cuento interesante: “Ryokan, un maestro Zen, llevaba un estilo de vida muy
sencillo en una pequeña cabaña al pie de una montaña. Una tarde, un ladrón
entró en la cabaña y descubrió que allí no había nada para robar. En aquel
momento llegó Ryokan de pasear y lo sorprendió. ‘No es posible que hayas
caminado tanto para visitarme y que marches con las manos vacías. Hazme un
favor, toma mi ropa como un regalo’. El ladrón quedó perplejo, pero tomó la
ropa y se fue corriendo. Ryokan se sentó desnudo y contempló la luna. ‘Pobre
hombre, murmuró. ¡Ojalá pudiera darle esta maravillosa luna!’”.
De la tradición judía también es
ejemplar este otro cuento: “En un albergue, un desconocido de aspecto
arrogante, tomó por un mendigo al venerable Rabino Zúsia, y lo trató con
menosprecio. Más tarde, se enteró de su identidad y fue corriendo a buscarle
para excusarse. ‘¡Perdóname, Rabino! Si no, nunca más volveré a dormir
tranquilo, ni podré descansar’. Entonces el Rabino Zúsia sonrió moviendo la
cabeza: ‘¿Por qué me pides perdón a mí? No es a Zúsia a quien has ofendido,
sino a un pobre mendigo. Ve, pues, por todos los lugares y pide perdón a todos
los mendigos que encuentres”.
El Islam tiene pensamientos en la misma
línea, como este de Farid Ud-Din Attar: “Dios quiera que estés actualmente como
estabas antes de existir individualmente: ¡en la nada de la existencia! Purifícate
por completo de las malas cualidades; estate dispuesto como la tierra, como el
viento en la mano”.
Para terminar, una cita del siglo XX
particularmente bella del patriarca de Constantinopla, Atenágoras, jefe de la
iglesia ortodoxa: “Lo que es bueno, verdadero, real, para mí siempre es lo
mejor. Es por esta razón por la que ya no tengo miedo. Cuando no se tiene nada,
ya no se tiene miedo. Si nos desarmamos, si nos desposeemos, si nos abrimos al
hombre-Dios que hace nuevas todas las cosas, Él, entonces, nos da un tiempo
nuevo donde todo es posible. ¡Es la paz!”.
Todas estas reflexiones nos indican que
para poder ver realmente los ojos de los demás, uno no debe estar mirándose
siempre a sí mismo, tal como ocurre en nuestras sociedades ególatras. Al contrario,
ir ligero de equipaje nos permite luchar contra la pobreza y, sobre todo, ser
críticos con la opulencia; porque, de lo contrario, lo arreglamos todo
olvidándonos de los que sufren y, para acallar la conciencia, damos una limosna
periódicamente. Como muy bien dice el poeta: “El señor don Juan de Robles, / de
caridad sin igual, /hizo este santo hospital,/ y también hizo a los pobres”.
Es sumamente importante crear
oportunidades de encuentro para las 6.000 culturas existentes, formadas por 500
millones de personas, críticas con las desmesuras del neoliberalismo y los
abusos del eurocentrismo. Juntas, constituyen alternativas y esperanzas de
conseguir otros mundos posibles. Todo confluye: la Vida Buena o Buen Vivir de
los Quechua, que hablan de “Allin Kawsay”; los Aymara de “Suma Tamaña”; los
Awajun de “Nugkui” o “Biruk”; los Guaraní de “Ñandereko”; los pueblos
amazónicos de “Volver a la Maloca”. Y de tantos otros pueblos originarios,
filosofías y religiones diversas, las enseñanzas de Jesús, la filosofía del
decrecimiento o de pensadores que iluminan con sus propuestas la posibilidad de
otras formas de vida[22]. Es restituir el
equilibrio, la armonía, la serenidad y la buena relación entre los seres
humanos y con todas las especies vivientes, equilibrio que perdimos cuando
antepusimos la técnica a la vida. Está en lo cierto Jorge Riechmann: “En la era
de la tecnociencia la naturaleza humana depende de la ética”[23]. La ética debe cobrar el
valor de antaño para estar presente de manera transversal en todas las esferas
de la vida[24].
Entonces, ¿no es cierto que nos encontramos ante una magnífica oportunidad para
concretar todo este cúmulo de enseñanzas en una actualizada manera de llevarlas
a la práctica?
El tema del decrecimiento, como hemos
visto, es crítico con el sistema actual, pero necesita de la fuerza creadora de
la Utopía, porque sin ella no lograremos alzar el vuelo que exigen los
proyectos revolucionarios. Constituye un filón nuevo muy interesante para
educadores de cualquier nivel que quieran estudiarlo y organizar talleres,
encuentros, cursillos… en la educación popular, en las actividades formativas
de las comunidades y de concienciación popular. Los que quieran profundizar en
este tema pueden encontrar bibliografía y cibergrafía en la Agenda Latinoamericana 2010 y
en Internet, en la página
www.latinoamericana.org/2010/info.
www.latinoamericana.org/2010/info.
[1] MORIN, Edgar: ¿Hacia el abismo?
Globalización en el siglo XXI, Barcelona, Paidós, 2010, p. 15.
[2] En el
mundo hay 27.000 cabezas nucleares almacenadas.
[3] Un
buen ensayo sobre ecología, ética y autolimitación: RIECHMANN, Jorge: Gente que no quiere viajar a Marte,
Madrid, Los Libros de la Catarata, 2004, 247 pp.
[4] MORIN, Edgar, op. cit.; p. 14.
[5] La
fortuna de Hill Gates equivale el valor total de la de los 106 millones de
norteamericanos más pobres, según cita Jean ZIEGLER en su libro: Los nuevos amos del mundo, Barcelona,
Destino, 2003, p. 35.
[6] VERDÚ, Vicente: El capitalismo funeral,
Barcelona, Anagrama, 2009, p. 189.
[7] Sin
embargo no fue hasta el año 1869 cuando se popularizó la palabra ecología introducida por Ernst Haeckel.
[8] Conocido por Informe Meadows por el
nombre de su autora principal Donella Meadows.
[9] Para
conocer el pensamiento de este autor, véase: CARPINTERO, Óscar (ed.): Nicholas Georgescu-Roegen: ensayos
bioeconómicos, Madrid, Los Libros de
la Catarata, 2007, 156 pp.
[10] Ibid., pp. 100 y 104
[11] Véase LINZ, Manfred, RIECHMANN,
Jorge y SEMPERE, Joaquim: Vivir (bien) con menos, Barcelona, Icaria, 2007, 119 pp.
[12] Para
saber el verdadero impacto humano sobre la biosfera se utiliza el índice de la
Huella Ecológica que mide tanto el consumo de recursos como la generación de
residuos.
[13] Para
más detalles, la página web: http://assets.wwfes.panda.org/downloads/ipv20062.pdf
[14] ARISTÓTELES: La política, Barcelona, Espasa-Calpe, S.A., 1962, pp. 25-31.
[15] Uno de los teóricos del trabajo es André
GORZ, véase su libro: Crítica de la razón
productivista, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2008, 143 pp.
[16] Véase MONTAGUT, Xavier y VIVAS Esther
(coord.): Supermercados, no gracias,
Barcelona, Icaria, 2007, 191 pp.
[17] De diferentes fuentes periodísticas, en
RIECHMANN, Jorge: Cuidar la T(t)ierra,
Barecelona, Icaria, 2003, 623 pp.
[18] RIECHMANN, Jorge: Biomímesis, Madrid,
Los Libros de la Catarata, 2006, p. 190
[19] CORTINA, Adela: Por una ética del consumo, Madrid, Taurus, 2002, p. 21.
[20] La
publicidad, en general, no tiene la finalidad de informar, prioriza el objetivo
de provocar necesidades artificiales. Lo resume muy bien Clive HAMILTON: “El
crecimiento económico no crea felicidad: es la infelicidad lo que sostiene el
crecimiento económico”.
[21] Consulten PIGEM, Jordi: Buena crisis,
Barcelona, Kairos, 2009, 190 pp. i ROVIRA, Àlex: La Buena Crisis, Madrid, Aguilar, 2009, 208 pp.
[22] CAMPS, Victoria: Una vida de calidad,
Barcelona, Ares y Mares, 2001, 249 pp.
[23] RIECHMANN, Jorge: Gente
que no quiere viajar a Marte, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2004, p. 234.
[24] GOULET, Denis: Ética del desarrollo, Madrid, Iepala, 1999, 247 pp.
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